Versión gallina del evangelio de hoy

Por Victorio Neves de Baers

Y es que sorprendieron a una pareja poseyéndose a escondidas, a media mañana, y lo horrible no era el acto, que en sí mismo ya era vergonzoso, dada la mojigata sociedad donde se desarrolló la historia, sino que los actores no eran marido y mujer.

El hombre, maldiciendo, se ajustó las ropas, y con cabeza gacha, refunfuñando, se alejó ligeramente entre los curiosos que se agolparon de inmediato; nadie reparó en su identidad, pues como en toda cultura machista, cuando hombre y hembra se apretujan, la hembra es la mala, la provocadora, es decir, es una mujerzuela; el hombre en cambio, ¿qué se va a hacer?, es hombre, y cuanto más mujeres posee, más macho es. Eso sí, a diferencia de los pueblos cavernarios e incivilizados, aquí desvirgar a una menor sí era castigado con la muerte; de manera que, en la práctica, para una joven, cumplir mayoría de edad era eventualmente pasar de la posición de víctima a la de culpable, ¡y lo celebraban!

El tumulto atrajo rápidamente a medio pueblo; la mujer no perdía la sonrisa, pero cuando la multitud la acarreó hasta la plaza, y allí la derribaron, y le gritaron zorra, perra, puta,… la mujer ya no levantó la cabeza, vio pintado su destino, en sollozo se tornó su risa, y la vergüenza le impidió siquiera mirar a ninguno a la cara. Varios de los que clamaban un castigo eran los más letrados; no faltaban las féminas quienes empezaron a corear «piedras, piedras,…», su vehemencia iba en aumento; empezaron a recoger piedras, se disputaban las más pesadas, las que causaran más perjuicio…

Cuando de pronto, se escuchó vocear ¡aquí está Dios! ¡que la condene! ¡qué tiene que decir!… y con venias hacían paso a un personaje de semblante adusto y túnicas blancas, a algunos se les desprendieron las piedras de la mano. Con paso gallardo y montañés llegó hasta donde la mujer; todos enmudecieron cuando se inclinó, y empezó a escribir con su dedo en la tierra, nadie pudo ver qué…

Algunos perdieron la paciencia y empezaron a romper el silencio… ¡qué dices! ¡la pescamos amancebándose! ¡es una perra! ¡tenemos que lincharla! ¡la ley es la ley!

El tipo empezó a sudar, en su mente se agolpaban el mandamiento reformulado por Roma, y la misericordia que predicaba cada día… no puede ser, se decía, muy compleja se plantea esta situación…, ella levantó la mirada por un segundo, como aferrándose a alguna esperanza, su rostro espantado y sus lágrimas deploraban por salvación, pero no pudo resistir la gravedad del rostro aguileño que la escudriñaba.

Finalmente, el supremo sujeto se incorporó, y elaboró la sentencia que retaría a los ajusticiadores y a la mortalidad, «el que de vosotros esté sin pecado…», como en un ‘a sus marcas’ todos levantaron sus piedras sobre el hombro, «y que tenga dos dedos de frente…», como en un ‘listos’ con las dos manos alzaron las piedras sobre sus cabezas y afirmaron sus pies sobre la tierra …

El sol avanzó un grado más en su itinerario, de modo que ya no proyectaba sombras, ni dudas. Una gota más de sudor llegó hasta el suelo, el alma de la mujer sospechaba que ya no habitaba su cuerpo…

«¡Alto!», espetó el tipo con autoridad. Las piedras, deslucidas, regresaron a la posición de descanso, los ánimos dudaron entre la ferocidad y sus sinónimos.

Luego de unos segundos que parecieron eternidad, el tipo se despojó de la parte superior de su túnica, dejando ver lo que tenía debajo, una camiseta blanquirroja, que en el pecho decía «te amo Perú» y por detrás «Dios es peruano».

Se tornó hacia quien tenía la piedra más grande, se la arrebató y con un desgarrador lamento que reventó el silencio gritó ¡Dios es peruanoooooooooo!, al mismo tiempo que de un certero golpe destrozó el cráneo de la mujer, salpicando de sangre a los que la rodeaban… con la poca fuerza que le quedó, jadeante pero sin desentonar, proclamó un «Viva el Perú», a lo que todos los presentes respondieron «Vivaaaaaaa» rematando a la mujer a pedradas.

El espíritu de la mujer voló de inmediato pero los espíritus de la ley lo arrestaron sin contratiempos y lo enviaron al séptimo infierno. Los aplausos de rigor sellaron la mañana, y media vuelta, cada uno a lo suyo.

Sólo quedaron las mujeres que antes gritaron por piedras. Ahora recogían el cuerpo, y mientras plañían con sabiduría «vox populi vox dei», pudieron leer escrito en la tierra: «No puedo dejar de escribir, lo llevo en la sangre, soy paladín y factor imparcial”.